Federico L. Baggini
"En espera de esperar tropecé con 
lo inesperado: 
un adiós sin querer, 
 la piel  de una mariposa 
revoloteando en mi vientre."

Federico L. Baggini
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Fragmentos de "Tensegridad"


La carta perdida
 
 
19 de abril de 1979,
República Argentina
 
 
Querida nona Teresita,
 
Tengo tantas cosas atragantadas en el buche que no sé por dónde empezar. Si desentierro el final entonces habrá sido el principio y el principio se desarmara hasta quedarse sin corazón. Pero, ¡como extraño ese mundo engañador de Buenos Aires! Aquí todo es aburrido, nada se mueve: ni las horas, ni los árboles, ni las gentes, ni las sombras, ni las voces. Cada noche[1] me pregunto en qué mal trago Dios habrá tramado esta esquina del abismo que algunos mapas se han empeñado en llamar Colonia Bismarck.
Mamá fue a la despensa de un tal Víctor “el rengo”, y aún no ha vuelto… espero que no se demore tanto como el tío Roberto. Recuerdo su voz rebotando en los vidrios de las puertas de la casa de Parque Patricios, cuando los domingos, a eso de las cinco, se aparecía con un paquete de facturas pidiendo a gritos que pusieran el agua para unos amargos que nunca sobran. Recuerdo esa voz, la recuerdo lejana, casi amanecida. A cuenta de eso, ¿sabés algo del tío Roberto, nona? Yo ni lo menciono, pero José se pasa las horas hablando de él, de su aires de escritor, de las caricaturas en el diario, de lo mucho que se lo extraña. Mamá lo escucha y se le deforman las mejillas; poquito a poco la mandíbula le tiembla -vos vieras que espectáculo- y al rato, como quien no quiere la cosa, la vemos moquear de lo lindo en su habitación. Aprieta el llanto contra la almohada, pide que la dejemos sola, pero al parecer nunca es demasiado para José, sigue dale que te dale… me da no sé qué verla tan frágil. Supongo que a la larga se le pasará, al menos eso dicen.
Ni bien salimos de Buenos Aires José acomodó sus muñecos en la luneta del Renault 12. Mamá nos abrochó los cinturones y dijo: “Hasta Rosario no se los saquen, háganme caso, no sean porfiados”. Frenamos tres veces al costado de la ruta: la primera para comer, la segunda para hacer pis y la tercera para respirar. ¿Viste que el aire de campo tiene pasto adentro? Lo invita a uno a sorber, en una gran bocanada, todo el vacío posible y a soltarlo despacito, en un silbido silencioso. José, sin embargo, se quedó mosca apenas cruzamos Campana. Verlo desparramado boca arriba con un hilo de baba colgándole del pico le causa mucha gracia a papá que se pone colorado como un tomate de tanto reírse. Poquito antes de llegar, José se despertó, tal vez abrazado a la ilusión de no haber partido jamás. Hoy por hoy da la impresión de estar feliz entre tanta tierra y sol; corretea de aquí para allá haciendo flotar sobre el exilio sus juguetes; simula en el rasgueo de sus labios un motor de avión o de helicóptero, según sea la misión a cumplir. Cuando se cansa toma un puñado de soldaditos y los arroja sin mirar al patio, donde el pasto está tan crecido como el miedo de mamá cuando escucha cerrarse el baúl de un auto (¿no te parece raro en pleno verano?). Luego hace de su mano una visera y escudriña las distancias entre los caídos. Para maquillarse utiliza el corcho quemado que el abuelo Rolando le prepara cada mañana, cuando las sombras se esmeran frente al sol y la noche escala el cielo en la cola de los grillos o en el croar de algún sapo a media asfaltar. “Listos, preparados, ¡fuera!”, y José se zambulle en el cementerio de yerba mala, lo acompaña un bramido de guerra que despierta a los vecinos. Es la hora de la siesta, y en estos lados la siesta es sagrada, dicen. “No vengas llorando si perdés un soldadito, Josecito. No te lo repito más”, le advierte mamá una y otra vez mientras teje un chaleco de lana bajo la parra de uvas chinche. Pero José se hunde en el pastizal y reaparece a los pies del limonero donde Manchita repudia al universo en un ladrido, otro ladrido, otro, cada vez más agudo, cada vez más vez. Ladridos empapados de nostalgia[2], ¿cómo decirlo…? Los niños y los perros, o su mayoría visible, comprenden a la perfección el mecanismo o el método mediante el cual convertirse, de forma modesta, en súbitos proveedores de apariencias; extorsionan y convencen a los padres -o quien este de turno-, de promesa o castigo a privilegio o premio. A veces daría la sensación que un llanto todo lo puede, y estas benditas criaturas lo saben, lo saben y lo usan a su favor.
Manchita parece ser la más afectada por la repentina mudanza. Pasa la mayor parte del día en la cucha, gracias si come un poco del arroz con carne picada que mamá o papá preparan para dárselo en su justa ración llegada la tardecita, a eso de las siete y pico. Dicen que los perros tardan algunos días en acostumbrarse, pero Manchita no hace siquiera el esfuerzo, al menos si conciliara unas poquitas horas de sueño... Pero no, se limita a girar en círculos cada vez más pequeños sobre la “cama” improvisada con frazadas y cartón (cartón para evitar el olor a perro, insiste el abuelo). De tanto en tanto se levanta y se sacude con ímpetu; los temblores afloran en la trompa y se contagian al hocico, asedian el pescuezo, se dispersan hacia el lomo y se escapan por el rabo; esa entramado de bostezos, entre cíclicos y desesperantes, azota las puertas de un aparador tan viejo como vos, nona. En ese aparador, y por alguna razón que no llego a comprender del todo, papá ha dispuesto los álbumes de fotos, los libros y las agendas bajo llave.
Sentada bajo el alero, mamá se ríe a carcajadas. “Reír es la aceptación de morir a cada instante”, eso decía el tío Roberto. “Morir es el gorjeo de un pájaro que intenta la tempestad, si no se interrumpe antes en los acantilados durante el sacrificio de los deformes. Tempestad es ese barro de orfandad que desatan las nimiedades premeditadas,  irreparables”, le respondía mamá. “Es un ejercicio de lucidez entre hermanos, cuando seas grande lo vas a entender”. A ella la divierten eso que llama “nimiedades”, esas “imperceptibles secreciones deslizándose al precipicio de nuestra cordura”, aunque a decir verdad aquello que más disfruta mamá son las pequeñas cosas: la procesión de perros detrás de Manchita, ver como los arrastra de aquí para allá sin prestarles la menor atención[3]. “Que personaje que sos”, le digo mientras nos turnamos para acariciarle las orejas o rascarle la barbilla, así podemos quedarnos durante un largo rato. Eso sí, cuando se cruza con El Negro o con Rabieta, Manchita recupera algo del empeño que tanto molestaba a mamá las noches de año nuevo en Capital, ¿te acordás? Lindo embrollo se armó por el vitel tone, ¿te acordás, nona? Que sé yo… las veces que veo a mamá reír son contadas con los dedos de la mano (tal vez uno o dos dedos sobren en la suma final), ¿será por el tío Roberto?
A todo esto, el abuelo Rolando sale bien tempranito a la mañana y no regresa sino hasta entrada la noche, con un balde repleto de peces (“Cuando dejan de respirar ya no son peces, nena, son pescados”, me corrige). “Traje bogas, esta noche cocino yo”, chilló alegre una vez. Se colocó el delantal de cocina y a fuerza de tajadas desvistió al asfixiado. “Es un animalito esplendido, fuerte y corajudo, ¡mira estas escamas! Me costó bastante trabajo arrancarlo del río. Vos vieras lo que era el fondo, lleno llenito del cardumen. Me hubieran venido bien unos brazos fuertes como los tuyos”, comentó al pasar, sus manazas entusiasmadas por el asunto. “¿Quién ayuda a mamá a poner la mesa?”. “Yo”, respondí. Primero el mantel con islas de aceite, luego los platos soperos adornados de cicatrices, los tenedores a la izquierda y los cuchillos a la derecha, y al final, los vasos: de plástico para mí y para José, de vidrio para el abuelo Rolando y para mamá. Eran como las nueve de la noche cuando el timbre del teléfono casi nos infarta el alma de un campanazo. Son pocas las veces que alguien llama, y por lo general es un número equivocado. Atendí. Una voz entrecortada, apenas un murmullo. Tardó en contestar. “Pasame con Rolando, es por Roberto”. Desde aquel día el abuelo no volvió a abrir la boca[4]; ahora se dirige a mamá o a papá por mera diplomacia. “Buen día”, “Buenas noches”, o “Buen provecho”. Yo lo observo con detenimiento, pero cada vez que estoy por hablarle mamá me toma del brazo y me susurra al oído: “Déjalo solo, necesita pensar”. ¿Pensar? ¿Él? ¿El abuelo? Si lo que menos hacia cuando vivíamos en Buenos Aires era pensar, era un tiro al aire, vos lo conoces mejor que nadie, nona. Qué querés que te diga, cada vez entiendo menos a los grandes, supongo que se aburre tanto como yo en este pueblo de morondanga.
Papá se va los lunes por la madrugada, poco antes de que asome el sol. “Siempre fue así, no le simpatiza mucho la borracha emoción de los humanos”, recuerda a veces el abuelo Rolando. Luego, la despedida. Los días pasan como si nada.  Solo los viernes por la noche me animan, cuando papá regresa con una bolsa de panes escondida en la espalda. Trabaja como operario en una fábrica de maquinarias agrícolas en un pueblo del interior llamado Monte Maíz, unos cuantos kilómetros al sur. Pascualito Gomez, amigo entrañable del abuelo, le presta su garaje para dormir durante los días de semana. Viernes por medio mamá va a esperarlo a la terminal de ómnibus[5]. A veces la acompaño yo, y otras veces va José, nos relevamos (a nadie le gusta que use esta palabra, y tampoco se por qué, si alguien me explicará algunas cosas serían menos rebuscadas, ¿o no, nona?). Lo primero que papá pregunta al bajar del micro es si hay alguna novedad de Roberto, pero mamá se muerde la lengua y se la traga, o eso pareciera. Cenamos callados entre el tintineo de los cubiertos o el goteo sinfín del sifón de soda “La Pacifica de Córdoba”. Esa disciplina se interrumpe, cuando menos, en el ingenio de Manchita o en andas de José y su perseverancia en convertirse, a toda hora, en el centro de atención. Ambos se las arreglan de una forma u otra para dar la nota. “Que catrasca que son, no se los puede dejar solos ni diez minutos que ya están inundando la casa o tirándola abajo”, los regaña papá con una sonrisa cómplice[6].
 
Los domingos vamos a la iglesia. Las campanas se empinan contra el cielo. Retumban que da calambre, le escarchan a una el pellejo y le cuajan la sangre. Terminada la misa, mamá se arrodilla frente a la cruz. Reza, reza, reza, y reza. Una hilera de murmuraciones se desprenden de su decir, y remata cada rosario en un ritual: “¿Hacia dónde va la esperanza?”. Papá, entretanto, habla con el párroco quien da sus bendiciones a diestra y siniestra (Dios, cuanta malaria). Le sugiere algunos salmos de la Biblia, “Tal vez la lectura sea un bálsamo”, ¿un bálsamo para qué?
Tres o cuatro domingos atrás, al regresar a casa, el abuelo Rolando se encerró en su habitación junto a mamá y papá. Dicen que secretos en reunión es de mala educación, por eso me arrimé hasta la puerta y espié por la cerradura (sé que hice mal, pero acá hay gato encerrado y yo tengo derecho a saber lo que está pasando, soy la mayor al fin de cuentas). Ellos hablaban muy bajito, apenas si alcancé a escuchar al abuelo decir que habían encontrado la agenda del tío Roberto. De repente mamá se echó a llorar. Era un llanto raro. Entre sus manos colgaba una cruz, algo se mareaba sobre el aire, dentro del aire, fuera del aire... Papá la abrazó. Si me preguntas, el panorama no pinta para nada lindo. “Era la agenda donde tenía los nombres de los compañeros de periodismo, no sé cómo pudieron encontrar la dirección de la Teresita ahí. Rosita me contó casi todo. Dijo que ayer fue a visitarla y cuando golpeó la puerta de casa, estaba sin llave. La Teresita no le contestaba. Entró y vio todo revuelto. La noté muy nerviosa, no se le entendía nada. Antes de cortar me pidió que no la llamara nunca más, por las dudas. ‘Yo también tengo una familia que cuidar’, balbuceo con un fleco de voz tan pequeño que tuve que meterme la bocina adentro de la oreja.”, explicó el abuelo Rolando aunque mucho no entendí lo que quiso decir. Pobre, me parece que se está poniendo viejo y sordo.
 
Por eso te escribo, nona, para saber si estás bien, y si tenes noticias del tío Roberto. No pudo haber desaparecido de la nada, así por que sí; a las personas no se las traga la tierra, imagino que sabes de lo que te hablo, ¿no?


Mamá, papá, José, el abuelo Rolando y Manchita te extrañan muy adentro.
                 Espero verte pronto.
                
Te quiere, tu nieta Libertad.


[1] antes de desperdiciarme en la vastedad de los sueños

[2] abocados a cierta devoción ausente.

[3] pareciera la insinuación de los encantos de la simple indiscreción

[4] la determinación abandonó sus ojos color miel

[5] Recorre las calles estrechas y ajadas, regadas por las huellas de pies mal ensayados.

[6] retazos de cierta felicidad entrometida, la piel chamuscada del éxtasis

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